Siento la
nostalgia en la partida y el regreso, aunque en mis maletas nunca la procuro la
zozobra siempre va conmigo. Normalmente no me gusta viajar, nunca me ha gustado
viajar si siempre he de volver. Las ciudades, los paisajes por donde transito
siempre me parecen tan iguales que siento que algo (aunque no se qué) a dónde
voy siempre me espera, lo mismo que me espera cuando cada fin de jornada
regreso a casa, algo inevitable, el miserable destino con el cual uno debe
aprender a vivir, después de todo el cielo siempre es el mismo.
Pasar las horas
con la misma mediocre insatisfacción, para después pedirlas (las horas, los momentos)
añorarlas, añorar el sol que antaño nos quemaba, por el cual sufríamos, añorar
el sol de antier y saber que nunca de nuevo vendrá.
Lo único que
llega al puerto, al ápice de la frontera de mi ser es el deseo perpetuo y la
insatisfacción, saber que un instante no puede ser retenido como en una
fotografía, y que quizás el tiempo es precisamente eso, una fotografía que al
paso de los años deja de perder su novedad y los rostros como rastros de la
existencia no pueden hacer más que desdibujarse.
…Y de nuevo a
empacar las maletas junto con todas nuestras penas que son las que más pesan en
ella, tirar las viejas fotografías e inútilmente tratar de capturar de nuevo el
presente y no darnos cuenta más que demasiado tarde (quizás demasiado tarde)
que fuimos nómadas modernos cuyo bifurcado destino desde siempre fue el mismo.
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