viernes, 8 de junio de 2018

Mal Servicio


Arlés café era o mejor dicho sigue siendo un pequeño local al centro de la ciudad que como su nombre lo dice el giro principal es ser cede de personas aficionadas al café; de ancianos adictos al café que acuden con el pretexto de socializar, o algunos otros que acuden a socializar con el pretexto de beber café y quizás ni les gusta, en fin, viejos de mierda…

Aquél tétrico día, aquél lugar, albergue de ancianos dejó de ser tomado en cuenta por mí, aunque a pesar de las pocas veces que fui me sentía verdaderamente cómodo, el servicio siempre había sido bueno, si bien las meseras no eran atractivas, pero sí amables y con vocación, cosa que es difícil encontrar hoy en día en los restaurantes de la ciudad en general.

Fue una tarde lluviosa en el mes de agosto cuando llegó a la galería de aquél lugar una nueva pintura, y fue puesta justo enfrente del lugar en el que yo me sentaba.

De alguna manera yo sabía que quizás no les caía bien a los ancianos porque después de todo imaginaba que envidiaban mi vida cuando a la par pensaba que muchos de ellos estarían a punto de ser frecuentados por la muerte, si no es que ya tuviesen algunas experiencias en el tema.

Pero lo que no sabían ésos cabrones es que mi vida era solo un bife en un asadero, al igual que la de ellos, es decir, una mierda…

Me daba gusto imaginar a algunos de ellos diabéticos, otros con sus tanques de oxígeno, ahí los veía, mirándome a lo lejos con odio al ritmo de su lento respirar. En fin yo trataba de ignorar y sumergirme en el libro que llevaba y en la taza de café que bebía mientras reproducía las palabras del proceso. Pero esa imagen no dejaba de verme, no dejaba concentrarme ese retrato cuyo nombre supe días después: “Las meninas”.

Dicho retrato consistía básicamente en una familia victoriana que mira a uno con profundidad y burla, al igual como me miraban aquellos odiosos ancianos, al punto de ya no saber si uno está fuera o dentro del retrato, si uno no está más que en un marco colgado en alguna pared que encierra la realidad, la realidad que yo habito y que me lleva a odiar a los ancianos al igual que sus estúpidas miradas indagadoras.

Creí que sería pertinente no dejarme abatir por aquellos viejos, que yo ganaría esa guerra sucia inexistente, que no dejaría de frecuentar Arlés y su exquisito café turco, que las miradas y risillas de los viejos no me importarían, al igual que las miradas en aquél cuadro que me llevaban a cuestionarme mi propia realidad. Pero aún contra mi voluntad y mi determinación no fue así, mis estancias en aquél café se fueron haciendo cada vez más efímeras, ya no podía concentrarme en la lectura y el café que tanto me gustaba comenzaba a saberme a todo, menos a café, cosa increíble para mí. Cuando abandonaba aquél lugar los viejos soltaban una risilla general mofándose tal vez de mí, que comenzaba por fin a ceder ante su deseo de no verme más por allí.

Aunque dejaba buenas propinas de más del 20% el servicio se empezó a tornar malo para mí, las camareras que atendían aquél lugar se veían cada vez más cansadas y si me saludaban, lo hacían con desgano.

El último día que acudí al Arlés decidí hacerlo acompañado por una compañera de la especialidad en psicoanálisis, yo no tenía interés alguno en ella más que en el de su compañía, ante la adversidad que vivía cada vez que frecuentaba aquél sitio.

Aquél día me pareció raro, el cuadro de las meninas había desaparecido, sentí una gran curiosidad por su ausencia que no quise alentar más, quizás simplemente dicho cuadro había sido vendido. En esa ocasión al entrar acompañado por Esperanza mi compañera, todo fue diferente, era como si yo le hubiese ganado la guerra a los viejos, o ellos me hubiesen ganado a mí pues ya no era yo más motivo de su apreciación. Recapitulé, al entrar me sentí por competo un fantasma comparado con otros días, simplemente echaron una mirada y siguieron en sus asuntos bebiendo café y jugando al dominó.

Ese día duramos en aquél antro más de dos horas aproximadamente charlando asuntos de la vida, y otros tópicos relacionados con la especialidad que cursábamos, sorprendentemente el servicio fue excelente, al terminar nuestras bebidas esperanza me dijo que debía ir al baño. Entró y yo la esperé mientras pedía la cuenta. Me sorprendió cuando la mesera regresó con la nota, en ella estaba grabada la pintura las meninas, eché un vistazo a los viejos, y ellos estaban mirándome, exactamente como antes, de una manera odiosa y despectiva me arrojaban la mirada del hombre victorioso que ha vencido a su contrincante, esa mirada que debió arrojarle Marco Bruto a Julio César antes de traicionarlo.

Dejé el dinero de la cuenta en la mesa, aunque en la nota no nos cobraban, y salí de aquél lugar sin Esperanza, no la vi otro día de nuevo, no la volví a ver…



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