sábado, 29 de septiembre de 2012

MALDITO ESCRITOR DE PRAGA.


Pablo despertó a las tres de la mañana con un dolor en el estómago. Se apresuró a llegar al inodoro, sintiendo que no podría aguantar más, pero lo logró. Al limpiarse con mucho cuidado, apretó los ojos y gimió un poco. Se levantó de la taza subiéndose la pijama de franela, abrió la llave y, al mirarse al espejo, vio que su rostro se había tornado morado con un par de antenas que salían de su frente. Inspeccionó su cuerpo y notó varias manchas rojas en forma de espiral esparcidas por toda su piel. Pensó en llamar a emergencias pero sus manos se habían transformado en tentáculos que se movían sin control. Al ver la hora, y sin poder hacer nada por el momento ante su estado, decidió distraerse en lo que amanecía. Su esposa 

Karla se había llevado casi todos los muebles y Pablo no contaba más que con el viejo televisor. Con mucho esfuerzo tomó el cable del suelo, pareciéndole mucho más pesado de lo normal.

“¿No me estaré volviendo más pequeño?”, pensó. Se miró al espejo y notó que una papada de elefante colgaba de su cuello y le habían salido plumas de avestruz en los hombros, pero su tamaño era el mismo de siempre.

“Qué bueno que mi mujer se llevó a los niños”, dijo al ver la baba de caracol escurriendo de sus axilas. “No puede ser bueno que vean a su padre así”.

El teléfono sonó y Pablo fue a la sala para contestarlo. Al primer intento de sujetar el auricular, sólo consiguió mover la mesita. En el segundo, ni siquiera estuvo cerca de tocarlo y en el tercero dio un fuerte empujón, que tiró el aparato, un florero y varios adornos chinos.

“¿Quién llama a esta hora?”, exclamó aventando residuos de telaraña por la boca. Pegó su mejilla al suelo a lado de la bocina y saludó con un amable “alo”. Ya habían colgado.

“Ha de haber sido la vieja”, dijo y mugió de ira al mismo tiempo que sus cachetes se inflaban como pez globo. El recto le ardió y miró atrás para darse cuenta que estaba excretando paja.

Repentinamente cayó al suelo cuando sus piernas de pollo perdieron fuerza. Se arrastró hacia su cuarto, dejando pedazos de piel. Al llegar a la orilla de su cama trató de jalar las sábanas para limpiarse. No lo logró. Pablo se quedaría manchado de heces, telaraña y baba revuelta con plumas. Por si no fuera poco, las agallas que le habían salido a la altura de las costillas le empezaron a arder. En eso, escuchó que alguien entraba al departamento. A Pablo no se le ocurrió otra cosa más que tratar cubrirse de nuevo con las sábanas. Las movió unos cuantos centímetros pero no lo suficiente. Irma, su amante, entró a la habitación y al ver la deforme masa gritó y comenzó a patear despiadadamente. Él trató de esconderse debajo de la cama, mientras balbuceaba: “Shogg yo mi amofff”.

Un golpe en la ingle hizo que sus genitales hermafroditas estallaran, mientras que con una de sus alas de mosca trató de defenderse. Irma sacó un bate del armario.

“¿Qué dirán mis hijos cuando vean a su padre aplastado?”, se preguntó. Volvió a jalar la sábana. Irma no tuvo piedad. Él nunca hubiera sospechado que esa mujer pudiera ser tan salvaje. Soltó orín de zorrillo, pero ella golpeó y golpeó, y con cada golpe maldecía a gente que Pablo ni siquiera conocía.

Cuando Irma se cansó, él continuaba jalando la sábana con debilidad. La piel de lagarto lo había salvado de los sádicos impactos, pero ella le había hecho perder la honra introduciéndole el bate debajo del aguijón.
“Peffvedzza desgraciada” murmuró, y al parecer ella lo escuchó. Irma se paró y fue a buscar el revolver 45. 

Él, al ver el arma, se convulsionó como larva en un intento de salvarse.
“Cómo pude cambiar a mi familia por esta mujer”, se preguntó. Ella apuntó, lista para disparar, tomo con firmeza el mando y un balazo sonó. Pablo sintió que su cabeza era atravesada por una lanza.

Una inhalación tan fuerte que lo asfixiaba lo obligó a levantarse. Palpó su cuerpo y percibió su piel humana como la de cualquiera.

“Karla, despierta”, dijo moviendo a la que se encontraba a su lado con cuidado. “Tuve una pesadilla horrible”, pero ella no reaccionó. Su cuerpo estaba duro y frío. Pablo prendió la lámpara y vio que las sábanas la rodeaban por el cuello manchadas de sangre. Ella había tratado de defenderse.

“Karla, por favor despierta”, repitió.

Aturdido miró al librero y distinguió el libro de “La Metamorfosis”. Pensó en los niños durmiendo en su habitación y comenzó a llorar.

“Maldito escritor de Praga”, dijo balbuceando y abrazó el cuerpo inerte de su esposa.

Leonardo Garvas.

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