jueves, 15 de noviembre de 2012

Escritos de un viejo indecente.


Algún hijoputa había acaparado todo el dinero, todos decían estar sin blanca, se acababa el juego, yo estaba allí sentado con mi compadre Elf, Elf estuvo jodido de pequeño, encogido todo, se pasó años tumbado en la cama apretando esas pelotas de goma, haciendo extraños ejercios, y cuando un buen día salió de aquella cama, era más ancho que alto, una risueña bestia musculosa que quería ser escritor pero escribía demasiado pareado a Thomas Wolfe y, Dreiser aparte, T. Wolfe fue el peor escritor norteamericano de todos los tiempos, y bueno, le arreé detrás de la oreja y la botella cayó de la mesa (él había dicho algo con lo que yo no estaba de acuerdo) cuando fue a levantarse yo tenía la botella agarrada, un escocés magnífico, y le aticé en la mandíbula y parte del cuello allí debajo y abajo se fue otra vez, y yo me sentía el amo del mundo, yo estudiaba a Dostoievski y escuchaba a Mahler en la oscuridad, y, bueno, tuve tiempo para beber de la botella, posarla, amagar con la derecha y empalmarle la izquierda justo debajo del cinturón, cayó contra el aparador, como un fardo, se rompió el espejo, hizo ruidos como de película, relampagueó y se hizo añicos y luego Elf me atizó en la frente, arriba, y caí hada atrás sobre una silla y la silla se aplastó como paja, mobiliario barato, y luego me vi yo en el suelo... (tengo manos pequeñas y no tenía muchas ganas de pelea y no le había dejado fuera de combate) y aquel papanatas de tres al cuarto vengativo se me vino encima y recibí más o menos uno por cada tres que aticé, no muy buenos, pero él quería seguir y el mobiliario se desmoronaba por todas partes, con muchísimo ruido y yo estaba deseando que alguien parase aquel maldito asunto: la casera, la policía, Dios, cualquiera, pero aquello siguió y siguió y siguió, y luego ya no me acuerdo.
cuando desperté, el sol estaba alto y yo bajo la cama. salí de allí debajo y descubrí que podía aguantar de pie. tenía un gran corte debajo de la barbilla, los nudillos raspados, había tenido resacas peores, y había sitios peores para despertar, ¿como la cárcel? quizás, miré a mi alrededor, había sido real, todo roto, apestando, tirado, derramado (lámparas, sillas, aparador, cama, ceniceros), increíblemente macabro, no había nada delicado allí, no, todo era feo y muerto, bebí un poco de agua y luego pasé al retrete, aún seguía allí: billetes de diez, de veinte, de cinco, el dinero, yo lo había ido metiendo allí cuando entraba a mear durante la partida, y recordé que la pelea había empezado por el DINERO, recogí los billetes, los metí en la cartera, coloqué mi maleta de cartón en la cama inclinada y empecé a meter allí mis andrajos: camisas de faena, zapatones con agujeros en las suelas, calcetines sucios endurecidos, arrugados pantalones con perneras que querían reír, un relato sobre un tipo que agarraba ladillas en el Palacio de la Opera de San Francisco y un sobado diccionario de los Drugstores Thrifty: «Palingenesia: Recapitulación de estudios ancestrales de la vida y la historia».
el reloj funcionaba, el viejo despertador, Dios le bendiga, cuántas veces lo había mirado en mañanas de resaca a las siete y media y había dicho ¿que se joda el trabajo? ¡que se joda el trabajo! en fin, marcaba las cuatro de la tarde, estaba a punto de colocarlo en la maleta para cerrarla y cuando (claro, ¿por qué no?) alguien llamó a la puerta.
¿SI?
¿SEÑOR BUKOWSKI?
¿SI? ¿SI?
QUIERO ENTRAR A CAMBIAR LAS SABANAS.
NO, HOY NO. HOY ESTOY MALO.
OH, CUANTO LO SIENTO. PERO DEJEME ENTRAR Y CAMBIAR LAS SABANAS, ES UN MOMENTO LUEGO ME IRÉ.
NO, NO, ESTOY DEMASIADO ENFERMO, DEMASÍA DO. NO QUIERO QUE ME VEA USTED TAL COMO ESTOY.
Y la cosa siguió y siguió, ella quería cambiar las sábanas, yo decía, no. ella decía, quiero cambiar las sábanas, y dale y dale, aquella casera, aquel pedazo de carne, todo carne, todo gritaba en ella CARNE CARNE CARNE, yo sólo llevaba allí dos semanas, abajo había un bar. venía gente a verme, no estaba yo, y ella decía siempre; «está abajo en el bar, siempre está abajo en el bar», y la gente decía: «pero hombre por Dios, ¿qué PATRONA es ésa que tienes?».
pues era una mujer blanca, muy grande, y le gustaban aquellos filipinos, aquellos filipinos hacían trucos, amigo, cosas que un blanco ni soñaría, ni yo siquiera, y han desaparecido ya esos filipinos de sombreros de ala ancha bajos sobre la cara y grandes hombreras, eran los reyes de la moda, los chicos del tacón puntiagudo; tacones de cuero, rostros canallescos, cetrinos... ¿dónde os habéis ido?
bueno, la cosa es que no había nada que beber y yo estuve horas allí sentado, volviéndome loco, estaba muy nervioso, carcomido, hasta los huevos, sentado allí con cuatrocientos cincuenta dólares de buen dinero y sin poder echar una cerveza, estaba esperando la oscuridad, la oscuridad, no la muerte, quería salir, echar otro trago, reuní valor por fin. abrí un poco la puerta, sin soltar la cadena, y allí había uno, un macaquito filipino con un martillo, cuando abrí la puerta, alzó el martillo y sonrió, cuando la cerré sacó los clavos de la boca y fingió clavarlos en la alfombra de la escalera que llevaba al primer piso y a la única puerta de salida, no sé cuánto duró, siempre lo mismo, cada vez que yo abría la puerta él alzaba el martillo y sonreía, ¡macaquito de mierda! no se movía del primer escalón, empecé a ponerme loco, sudaba, apestaba; circulitos girando girando girando, luces laterales y relampagueos de luz por el cráneo, si no hacía algo las iba a pasar putas, volví y cogí la maleta, no pesaba nada, andrajos, luego cogí la máquina, una portátil de acero prestada, de la mujer de un antiguo amigo, nunca devuelta, daba una sensación agradable y sólida: gris, Usa, pesada, seria, intrascendente, cerré los ojos y solté la cadena en la puerta, y, maleta en una mano y máquina de escribir robada en la otra, me lancé al fuego de ametralladora, amanecer de mañana de duelo, crujidos de trigo partido, el final de todo.
¡EH! ¿ADONDE VAS?
y aquel monito empezó a alzar una rodilla, alzó el martillo, y me bastó con eso (el relampagueo de luz eléctrica sobré martillo), tenía la maleta en la mano izquierda, la máquina portátil de acero en la derecha, él estaba en posición perfecta, agachado junto a mis rodillas y la lancé con gran precisión y cierta cólera, le di con la parte dura lisa y pesada, magníficamente, a un lado de la cabeza, el cráneo, la sien, su ser.
hubo casi como un estruendo de luz como si llorase todo, luego silencio, me vi fuera, de pronto, en la acera, había bajado aquella escalera sin darme cuenta, y quiso la suerte que hubiese allí un taxi.
¡TAXI!
entré.
UNION STATION.
era agradable, el quedo rumor de los neumáticos al aire mañanero.
NO, ESPERE, dije. LLÉVEME A LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES.
¿QUE LE PASA, AMIGO? preguntó el taxista.
ACABO DE MATAR A MI PADRE.
¿MATO A SU PADRE?
NUNCA OYÓ HABLAR DE JESUCRISTO.
CLARO.
ENTONCES VENGA: ESTACIÓN DE AUTOBUSES.
estuve una hora sentado en la estación de autobuses, esperando el de Nueva Orleans. preguntándome si habría matado al tío. subí por fin con máquina y maleta, metí la máquina bien al fondo del portaequipajes de arriba, porque no quería que el chisme me cayera en el coco, fue un viaje largo de mucho sople y cierta relación con una pelirroja de Fort Worth. bajé también en Fort Worth, pero ella vivía con su madre y tuve que coger una habitación y por error me metí en una casa de putas, toda la noche aquellas mujeres gritando cosas como: «¡EH! ni hablar no me metes ESE chisme DENTRO por nada del mundo!» toda la noche los grifos corriendo, abrir y cerrar de puertas.
la pelirroja, era una criatura linda e inocente, o aspiraba a mejor nombre, en fin, dejé la ciudad sin poder llegarle a las bragas, por fin llegué a Nueva Orleans.
pero Elf. ¿recuerdas? el tipo con quien me peleé en mi cuarto, bueno, durante la guerra murió ametrallado, antes de morir se pasó en la cama, según me dijeron, mucho tiempo, tres o cuatro semanas, y lo más extraño es que me había dicho, no, me había preguntado, «¿te imaginas que algún IMBÉCIL hijoputa apriete al gatillo de una ametralladora y me parta en dos?».
—bueno, es culpa tuya.
—ya, ya sé que tú no vas a morir frente a ninguna ametralladora.
—puedes estar bien seguro, no moriré así, muchacho, a menos que sea una ametralladora de las del tío Sam.
—¡no me vengas con ese cuento! sé que amas a tu patria, ¡se te ve en la cara! ¡amor, amor de verdad!
fue entonces cuando le pegué la primera vez.
después de eso, ya sabéis el resto de la historia.
cuando llegué a Nueva Orleans, procuré cerciorarme de que no me metía en una casa de putas, aunque toda la ciudad lo parecía.

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