Y
casi enloquecí aquel día en el que me puse a trabajar sobre un puñado de hojas
dispersas, desorganizadas. Quería golpearlas, romperlas, quemarlas,
desangrarlas, arrojarlas a un vacío, sitio de naderías. Simplemente escribir en
ellas con un bolígrafo punta fina sin tinta…
Justo
cuando me encontraba en el borde de la locura, de la desesperación, entró mi
madre a mi desordenada y oscura habitación. Yo yacía en posición fetal, a casi
moco tendido, queriéndome arrancar los pelos…
Abrió
la cortina de mi ventana, entonces no vi más, un fuerte rayo de luz penetró en
mis ojos quemando mis retinas, sin tregua, lástima de mis pobres ojos rojos
como de joint de marihuana, llorosos…
“Así
como esas hojas desordenadas sobre las que yaces, así está tu vida”, alegaba…
De
aquello sólo quedó el olor a tabaco, café, lágrimas, sudor y cerveza que
impregnaba mi habitación, no vi nada más…
Mi
vida por un momento se ordenó en la ausencia, apagada en los blues y “jazzes”
que mis ojos recordaban (cada nota una imagen, aunque la misma), no le quedaba
más que amurallarse, encuartelándose, reclutándose asimismo en su mundo, su
país en una guerra sin balas, sin armas, contra nada, contra si misma…
¡Gracias
madre por abrir la cortina!...
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