Sólo
quiero que escuches la historia de mi tío Humberto. Era alérgico al polen y siempre
tenía la nariz colorada y los ojos vidriosos. En realidad era alérgico al aire:
todo lo que viajaba en él lo lastimaba. Tenía cuatro muelas de oro y podía
recitar el abecedario en un solo eructo. Buena gente, mi tío Humberto. Se casó
con una bruja de magia blanca. Todos sus hijos murieron a los cuatro años. Tuvo
doce. Le gustaba jugar fútbol los domingos y después beberse un cartón de
cervezas él solito. Era portero.
Se
fue a jugar, pues, y en el momento en que viajaba por los aires para detener un
tiro chanfleado al ángulo derecho, lo picó una abeja en un cachete. La pelota
entró y mi tío cayó aterrorizado al suelo. Los contrincantes celebraron el gol
y los compañeros se culparon unos a otros. Mi tío se levantó de un salto y
comenzó a correr con rumbo a los vestidores en busca de su medicina. No llegó;
Las piernas y los brazos se hincharon en segundos y era imposible definir dónde
comenzaba la cabeza y dónde acababa el cuello. El cuerpo de mi tío era un tumor
creciendo justo en la media cancha y nadie supo qué hacer; Una bola de carne
restirada y manchada de moretones oblicuos se revolcaba en sus narices,
emitiendo guturales alaridos y destrozando los shorts y la camisa, como un Hulk
a punto de nacer.Mi tío reventó ahí mismo. Su carne se rompió y dejó escapar
litros y litros de un líquido rosado y fragante. Todos vieron anonadados cómo
la materia corporal se disolvía sobre el pasto, en un proceso orgánico a la
velocidad de la luz, dejando solamente aquel adorable e indefinible aroma en el
aire.
Cuando
nos llamaron para comunicarnos lo ocurrido y fuimos presurosos al lugar del
accidente, nos encontramos con un montón de futbolistas aficionados hincados y
tomados de las manos, en una especie de comunión mística, alrededor de un
macizo de girasoles muy grandes pintados en el medio campo. Dejaron de rezar y
nos contaron que ahí mismo era donde mi tío había caído, que los girasoles
crecieron espontáneamente, que ellos estaban maravillados y que las cuatro
muelas de oro, única prueba de que aquello era mi tío, estaban todavía en el
lugar. Mi tía Laurita, su esposa, entró en la floresta y encontró las muelas.
Apenas estuvo nuevamente fuera, gritó despavorida: “¡Abejas!”
La
cancha cerró durante quince días. La cantidad de abejas llegó a números
apocalípticos y los residentes de los alrededores estaban literalmente
paralizados dentro de sus casas. Curiosa labor para el H. Cuerpo de bomberos:
incendiar un campo, apagarlo, fumigarlo, desyerbarlo y dejarlo ahí, hecho
trizas.
Todos
los bomberos fuero picados. Ninguno desertó.
Mi
tía Laurita se encerró en su recámara y se tragó una de las muelas de su
marido. Desnuda, se paró frente al espejo. Tomó unas tijeras y cortó a tajos su
largo cabello negro. Después se acostó en la cama y esperó. Su vientre comenzó
a calentarse y suaves ondas le ablandaron los huesos.
Con
un dolor sólo comparable al del parto, comenzó a orinar un chorro de oro
fundido que acabó por deshacerle las entrañas.
¿Por
qué me cuentas todo esto?
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