Algún hijoputa había acaparado todo el
dinero, todos decían estar sin blanca, se acababa el juego, yo estaba allí
sentado con mi compadre Elf, Elf estuvo jodido de pequeño, encogido todo, se
pasó años tumbado en la cama apretando esas pelotas de goma, haciendo extraños
ejercios, y cuando un buen día salió de aquella cama, era más ancho que alto,
una risueña bestia musculosa que quería ser escritor pero escribía demasiado
pareado a Thomas Wolfe y, Dreiser aparte, T. Wolfe fue el peor escritor
norteamericano de todos los tiempos, y bueno, le arreé detrás de la oreja y la
botella cayó de la mesa (él había dicho algo con lo que yo no estaba de
acuerdo) cuando fue a levantarse yo tenía la botella agarrada, un escocés
magnífico, y le aticé en la mandíbula y parte del cuello allí debajo y abajo se
fue otra vez, y yo me sentía el amo del mundo, yo estudiaba a Dostoievski y
escuchaba a Mahler en la oscuridad, y, bueno, tuve tiempo para beber de la
botella, posarla, amagar con la derecha y empalmarle la izquierda justo debajo
del cinturón, cayó contra el aparador, como un fardo, se rompió el espejo, hizo
ruidos como de película, relampagueó y se hizo añicos y luego Elf me atizó en
la frente, arriba, y caí hada atrás sobre una silla y la silla se aplastó como
paja, mobiliario barato, y luego me vi yo en el suelo... (tengo manos pequeñas
y no tenía muchas ganas de pelea y no le había dejado fuera de combate) y aquel
papanatas de tres al cuarto vengativo se me vino encima y recibí más o menos
uno por cada tres que aticé, no muy buenos, pero él quería seguir y el
mobiliario se desmoronaba por todas partes, con muchísimo
ruido y yo estaba deseando que alguien parase aquel maldito asunto: la casera,
la policía, Dios, cualquiera, pero aquello siguió y siguió y siguió, y luego ya
no me acuerdo.
cuando desperté, el sol estaba alto y yo bajo
la cama. salí de allí debajo y descubrí que podía aguantar de pie. tenía un
gran corte debajo de la barbilla, los nudillos raspados, había tenido resacas
peores, y había sitios peores para despertar, ¿como la cárcel? quizás, miré a
mi alrededor, había sido real, todo roto, apestando, tirado, derramado
(lámparas, sillas, aparador, cama, ceniceros), increíblemente macabro, no había
nada delicado allí, no, todo era feo y muerto, bebí un poco de agua y luego
pasé al retrete, aún seguía allí: billetes de diez, de veinte, de cinco, el
dinero, yo lo había ido metiendo allí cuando entraba a mear durante la partida,
y recordé que la pelea había empezado por el DINERO, recogí los billetes, los
metí en la cartera, coloqué mi maleta de cartón en la cama inclinada y empecé a
meter allí mis andrajos: camisas de faena, zapatones con agujeros en las
suelas, calcetines sucios endurecidos, arrugados pantalones con perneras que
querían reír, un relato sobre un tipo que agarraba ladillas en el Palacio de la
Opera de San Francisco y un sobado diccionario de los Drugstores Thrifty:
«Palingenesia: Recapitulación de estudios ancestrales de la vida y la
historia».
el reloj funcionaba, el viejo despertador,
Dios le bendiga, cuántas veces lo había mirado en mañanas de resaca a las siete
y media y había dicho ¿que se joda el trabajo? ¡que se joda el trabajo! en fin,
marcaba las cuatro de la tarde, estaba a punto de colocarlo en la maleta para
cerrarla y cuando (claro, ¿por qué no?) alguien llamó a la puerta.
¿SI?
¿SEÑOR BUKOWSKI?
¿SI? ¿SI?
QUIERO ENTRAR A CAMBIAR LAS SABANAS.
NO, HOY NO. HOY ESTOY MALO.
OH, CUANTO LO SIENTO. PERO DEJEME ENTRAR Y
CAMBIAR LAS SABANAS, ES UN MOMENTO LUEGO ME IRÉ.
NO, NO, ESTOY DEMASIADO ENFERMO, DEMASÍA DO.
NO QUIERO QUE ME VEA USTED TAL COMO ESTOY.
Y la cosa siguió y siguió, ella quería
cambiar las sábanas, yo decía, no. ella decía, quiero cambiar las sábanas, y
dale y dale, aquella casera, aquel pedazo de carne, todo carne, todo gritaba en
ella CARNE CARNE CARNE, yo sólo llevaba allí dos semanas, abajo había un bar.
venía gente a verme, no estaba yo, y ella decía siempre; «está abajo en el bar,
siempre está abajo en el bar», y la gente decía: «pero hombre por Dios, ¿qué
PATRONA es ésa que tienes?».
pues era una mujer blanca, muy grande, y le
gustaban aquellos filipinos, aquellos filipinos hacían trucos, amigo, cosas que
un blanco ni soñaría, ni yo siquiera, y han desaparecido ya esos filipinos de
sombreros de ala ancha bajos sobre la cara y grandes hombreras, eran los reyes
de la moda, los chicos del tacón puntiagudo; tacones de cuero, rostros
canallescos, cetrinos... ¿dónde os habéis ido?
bueno, la cosa es que no había nada que beber
y yo estuve horas allí sentado, volviéndome loco, estaba muy nervioso,
carcomido, hasta los huevos, sentado allí con cuatrocientos cincuenta dólares
de buen dinero y sin poder echar una cerveza, estaba esperando la oscuridad, la
oscuridad, no la muerte, quería salir, echar otro trago, reuní valor por fin.
abrí un poco la puerta, sin soltar la cadena, y allí había uno, un macaquito
filipino con un martillo, cuando abrí la puerta, alzó el martillo y sonrió,
cuando la cerré sacó los clavos de la boca y fingió clavarlos en la alfombra de
la escalera que llevaba al primer piso y a la única puerta de salida, no sé
cuánto duró, siempre lo mismo, cada vez que yo abría la puerta él alzaba el
martillo y sonreía, ¡macaquito de mierda! no se movía del primer escalón,
empecé a ponerme loco, sudaba, apestaba; circulitos girando girando girando,
luces laterales y relampagueos de luz por el cráneo, si no hacía algo las iba a
pasar putas, volví y cogí la maleta, no pesaba nada, andrajos, luego cogí la
máquina, una portátil de acero prestada, de la mujer de un antiguo amigo, nunca
devuelta, daba una sensación agradable y sólida: gris, Usa, pesada, seria,
intrascendente, cerré los ojos y solté la cadena en la puerta, y,
maleta en una mano y máquina de escribir robada en la otra, me lancé al fuego de
ametralladora, amanecer de mañana de duelo, crujidos de trigo partido, el final
de todo.
¡EH! ¿ADONDE VAS?
y aquel monito empezó a alzar una rodilla,
alzó el martillo, y me bastó con eso (el relampagueo de luz eléctrica sobré
martillo), tenía la maleta en la mano izquierda, la máquina portátil de acero
en la derecha, él estaba en posición perfecta, agachado junto a mis rodillas y
la lancé con gran precisión y cierta cólera, le di con la parte dura lisa y
pesada, magníficamente, a un lado de la cabeza, el cráneo, la sien, su ser.
hubo casi como un estruendo de luz como si
llorase todo, luego silencio, me vi fuera, de pronto, en la acera, había bajado
aquella escalera sin darme cuenta, y quiso la suerte que hubiese allí un taxi.
¡TAXI!
entré.
UNION
STATION.
era agradable, el quedo rumor de los
neumáticos al aire mañanero.
NO, ESPERE, dije. LLÉVEME A LA ESTACIÓN DE
AUTOBUSES.
¿QUE LE PASA, AMIGO? preguntó el taxista.
ACABO DE MATAR A MI PADRE.
¿MATO A SU PADRE?
NUNCA OYÓ HABLAR DE JESUCRISTO.
CLARO.
ENTONCES VENGA: ESTACIÓN DE AUTOBUSES.
estuve una hora sentado en la estación de
autobuses, esperando el de Nueva Orleans. preguntándome si habría matado al
tío. subí por fin con máquina y maleta, metí la máquina bien al fondo del
portaequipajes de arriba, porque no quería que el chisme me cayera en el coco,
fue un viaje largo de mucho sople y cierta relación con una pelirroja de Fort
Worth. bajé también en Fort Worth, pero ella vivía con su madre y tuve que
coger una habitación y por error me metí en una casa de putas, toda la noche
aquellas mujeres gritando cosas como: «¡EH! ni hablar no me metes ESE chisme
DENTRO por nada del mundo!» toda la noche los grifos corriendo, abrir y cerrar
de puertas.
la pelirroja, era una criatura linda e
inocente, o aspiraba a mejor nombre, en fin, dejé la ciudad sin poder llegarle
a las bragas, por fin llegué a Nueva Orleans.
pero Elf. ¿recuerdas? el tipo con quien me
peleé en mi cuarto, bueno, durante la guerra murió ametrallado, antes de morir
se pasó en la cama, según me dijeron, mucho tiempo, tres o cuatro semanas, y lo
más extraño es que me había dicho, no, me había preguntado, «¿te imaginas que
algún IMBÉCIL hijoputa apriete al gatillo de una ametralladora y me parta en
dos?».
—bueno, es culpa tuya.
—ya, ya sé que tú no vas a morir frente a
ninguna ametralladora.
—puedes estar bien seguro, no moriré así,
muchacho, a menos que sea una ametralladora de las del tío Sam.
—¡no me vengas con ese cuento! sé que amas a
tu patria, ¡se te ve en la cara! ¡amor, amor de verdad!
fue entonces cuando le pegué la primera vez.
después de eso, ya sabéis el resto de la
historia.
cuando llegué a Nueva Orleans, procuré
cerciorarme de que no me metía en una casa de putas, aunque toda la ciudad lo
parecía.