Pablo despertó a las tres de la
mañana con un dolor en el estómago. Se apresuró a llegar al inodoro, sintiendo
que no podría aguantar más, pero lo logró. Al limpiarse con mucho cuidado,
apretó los ojos y gimió un poco. Se levantó de la taza subiéndose la pijama de
franela, abrió la llave y, al mirarse al espejo, vio que su rostro se había
tornado morado con un par de antenas que salían de su frente. Inspeccionó su
cuerpo y notó varias manchas rojas en forma de espiral esparcidas por toda su
piel. Pensó en llamar a emergencias pero sus manos se habían transformado en
tentáculos que se movían sin control. Al ver la hora, y sin poder hacer nada
por el momento ante su estado, decidió distraerse en lo que amanecía. Su esposa
Karla se había llevado casi todos los muebles y Pablo no contaba más que con el
viejo televisor. Con mucho esfuerzo tomó el cable del suelo, pareciéndole mucho
más pesado de lo normal.
“¿No me estaré volviendo más
pequeño?”, pensó. Se miró al espejo y notó que una papada de elefante colgaba
de su cuello y le habían salido plumas de avestruz en los hombros, pero su
tamaño era el mismo de siempre.
“Qué bueno que mi mujer se llevó a
los niños”, dijo al ver la baba de caracol escurriendo de sus axilas. “No puede
ser bueno que vean a su padre así”.
El teléfono sonó y Pablo fue a la
sala para contestarlo. Al primer intento de sujetar el auricular, sólo
consiguió mover la mesita. En el segundo, ni siquiera estuvo cerca de tocarlo y
en el tercero dio un fuerte empujón, que tiró el aparato, un florero y varios
adornos chinos.
“¿Quién llama a esta hora?”, exclamó
aventando residuos de telaraña por la boca. Pegó su mejilla al suelo a lado de
la bocina y saludó con un amable “alo”. Ya habían colgado.
“Ha de haber sido la vieja”, dijo y
mugió de ira al mismo tiempo que sus cachetes se inflaban como pez globo. El
recto le ardió y miró atrás para darse cuenta que estaba excretando paja.
Repentinamente cayó al suelo cuando
sus piernas de pollo perdieron fuerza. Se arrastró hacia su cuarto, dejando
pedazos de piel. Al llegar a la orilla de su cama trató de jalar las sábanas
para limpiarse. No lo logró. Pablo se quedaría manchado de heces, telaraña y
baba revuelta con plumas. Por si no fuera poco, las agallas que le habían
salido a la altura de las costillas le empezaron a arder. En eso, escuchó que
alguien entraba al departamento. A Pablo no se le ocurrió otra cosa más que
tratar cubrirse de nuevo con las sábanas. Las movió unos cuantos centímetros
pero no lo suficiente. Irma, su amante, entró a la habitación y al ver la
deforme masa gritó y comenzó a patear despiadadamente. Él trató de esconderse
debajo de la cama, mientras balbuceaba: “Shogg yo mi amofff”.
Un golpe en la ingle hizo que sus
genitales hermafroditas estallaran, mientras que con una de sus alas de mosca
trató de defenderse. Irma sacó un bate del armario.
“¿Qué dirán mis hijos cuando vean a
su padre aplastado?”, se preguntó. Volvió a jalar la sábana. Irma no tuvo
piedad. Él nunca hubiera sospechado que esa mujer pudiera ser tan salvaje.
Soltó orín de zorrillo, pero ella golpeó y golpeó, y con cada golpe maldecía a
gente que Pablo ni siquiera conocía.
Cuando Irma se cansó, él continuaba
jalando la sábana con debilidad. La piel de lagarto lo había salvado de los
sádicos impactos, pero ella le había hecho perder la honra introduciéndole el
bate debajo del aguijón.
“Peffvedzza desgraciada” murmuró, y
al parecer ella lo escuchó. Irma se paró y fue a buscar el revolver 45.
Él, al
ver el arma, se convulsionó como larva en un intento de salvarse.
“Cómo pude cambiar a mi familia por
esta mujer”, se preguntó. Ella apuntó, lista para disparar, tomo con firmeza el
mando y un balazo sonó. Pablo sintió que su cabeza era atravesada por una
lanza.
Una inhalación tan fuerte que lo
asfixiaba lo obligó a levantarse. Palpó su cuerpo y percibió su piel humana
como la de cualquiera.
“Karla, despierta”, dijo moviendo a
la que se encontraba a su lado con cuidado. “Tuve una pesadilla horrible”, pero
ella no reaccionó. Su cuerpo estaba duro y frío. Pablo prendió la lámpara y vio
que las sábanas la rodeaban por el cuello manchadas de sangre. Ella había
tratado de defenderse.
“Karla, por favor despierta”, repitió.
Aturdido miró al librero y distinguió
el libro de “La Metamorfosis”. Pensó en los niños durmiendo en su habitación y
comenzó a llorar.
“Maldito escritor de Praga”, dijo
balbuceando y abrazó el cuerpo inerte de su esposa.
Leonardo Garvas.