Menos mal que es Ramos y no otro
médico, con él siempre hubo un pacto, yo sabía que llegado el momento me lo iba
a decir o por lo menos me dejaría comprender sin decírmelo del todo. Le ha
costado al pobre, quince años de amistad y noches de póker y fines de semana en
el campo, el problema de siempre; pero es así, a la hora de la verdad y entre
hombres esto vale más que las mentiras de consultorio coloreadas como las
pastillas o el líquido rosa que gota a gota me va entrando en las venas.
Tres o cuatro días, sin que me lo
diga sé que él se va a ocupar que no haya eso que llaman agonía, dejar morir
despacio al perro, para qué; puedo confiar en él, las últimas pastillas serán
siempre verdes y rojas pero adentro habrá otra cosa, el gran sueño que desde ya
le agradezco mientras Ramos se me queda mirando a los pies de la cama, un poco
perdido porque la verdad lo ha vaciado, pobre viejo. No le digas nada a
Liliana, por qué la vamos a hacer llorar antes de lo necesario, no te parece. A
Alfredo sí, a Alfredo podés decírselo para que se vaya haciendo un hueco en el
trabajo y se ocupe de Liliana y de mamá. Che, y decíle a la enfermera que no me
joda cuando escribo, es lo único que me hace olvidar el dolor aparte de tu
eminente farmacopea, claro. Ah, y que me traigan un café cuando lo pido, esta
clínica se toma las cosas tan en serio.
Es cierto que escribir me calma de a
ratos, será por eso que hay tanta correspondencia de condenados a muerte, vaya
a saber. Incluso me divierte imaginar por escrito cosas que sola- mente
pensadas en una de ésas se te atoran en la garganta, sin hablar de los
lagrimales; me veo desde las palabras como si fuera otro, puedo pensar
cualquier cosa siempre que en seguida lo escriba, deformación profesional o
algo que se empieza a ablandar en las meninges. Solamente me interrumpo cuando
viene Liliana, con los demás soy menos amable, como no quieren que hable mucho
los dejo a ellos que cuenten si hace frío o si Nixon le va a ganar a McGovern,
con el lápiz en la mano los dejo hablar y hasta Alfredo se da cuenta y me dice
que siga nomás, que haga como si él no estuviera, tiene el diario y se va a
quedar todavía un rato. Pero mi mujer no merece eso, a ella la escucho y le
sonrío y me duele menos, le acepto ese beso un poquito húmedo que vuelve una y
otra vez aunque cada día me canse más que me afeiten y debo lastimarle la boca,
pobre querida. Hay que decir que el coraje de Liliana es mi mejor consuelo,
yerme ya muerto en sus ojos me quitaría este resto de fuerza con que puedo
hablarle y devolverle alguno de sus besos, con que sigo escribiendo apenas se
ha ido y empieza la rutina de las inyecciones y las palabritas simpáticas.
Nadie se atreve a meterse con mí cuaderno, sé que puedo guardarlo bajo la
almohada o en la mesa de. noche, es mi capricho, hay que dejarlo puesto que el
doctor Ramos, claro que hay que dejarlo, pobrecito, así se distrae.
O sea que el lunes o el martes, y el
lugarcito en la bóveda el miércoles o el jueves. En pleno verano la Chacarita
va a ser un horno y los muchachos la van a pasar mal, lo veo al Pincho con esos
sacos cruzados y con hombreras que tanto lo divierten a Acosta, que por su
parte se tendrá que trajear aunque le cueste, el rey de la campera poniéndose
corbata y saco para acompañarme, eso va a ser grande. Y Fernandito, el trío
completo, y también Ramos, claro, hasta el final, y Alfredo llevando del brazo
a Liliana y a mamá, llorando con ellas. Y será de veras, sé cómo me quieren,
cómo les voy a faltar; no irán como fuimos al entierro del gordo Tresa, la obligación
partidaria y algunas vacaciones compartidas, cumplir rápido con la familia y
mandarse mudar de vuelta a la vida y al olvido. Claro que tendrán un hambre
bárbaro, sobre todo Acosta que a tragón no le gana nadie; aunque les duela y
maldigan este absurdo de morirse joven y en plena carrera, hay la reacción que
todos hemos conocido, el gusto de volver a entrar en el subte o en el auto, de
pegarse una ducha y comer con hambre y vergüenza a la vez, cómo negar el hambre
que sigue a las trasnochadas, al olor de las flores del velorio y los
interminables cigarrillos y los paseos por la vereda, una especie de desquite
que siempre se siente en esos momentos y que yo nunca me negué porque hubiera
sido hipócrita. Me gusta pensar que Fernandito, el Pincho y Acosta se van a ir
juntos a una parrilla, seguro que van a ir juntos porque también lo hicimos
cuando el gordo Tresa, los amigos tienen que seguir un rato, beberse un litro
de vino y acabar con unas achuras; carajo, como silos estuviera viendo,
Fernandito va a ser el primero en hacer un chiste y tragárselo de costado con
medio chorizo, arrepentido pero ya tarde, y Acosta lo mirará de reojo pero el
Pincho ya habrá soltado la risa, es una cosa que no sabe aguantar, y entonces
Acosta que es un pan de Dios se dirá que no tiene por qué pasar por un ejemplo
delante de los muchachos y se reirá también antes de prender un cigarrillo. Y
hablarán largo de mí, cada uno se acordará de tantas cosas, la vida que nos fue
juntando a los cuatro aunque como siempre llena de huecos, de momentos que no
todos compartimos y que asomarán en el recuerdo de Acosta o del Pincho, tantos
años y broncas y amoríos, la barra. Les va a costar separarse después del
almuerzo porque es entonces cuando volverá lo otro, la hora de irse a sus
casas, el último, definitivo entierro. Para Alfredo va a ser distinto y no
porque no sea de la barra, al contrario, pero Alfredo va a ocuparse de Liliana
y de mamá y eso ni Acosta ni los demás pueden hacerlo, la vida va creando
contactos especiales entre los amigos, todos han venido siempre a casa pero
Alfredo es otra cosa, esa cercanía que siempre me hizo bien, su placer de
quedarse largo charlando con mamá de plantas y remedios, su gusto por llevarlo
al Pocho al zoológico o al circo, el solterón disponible, paquete de masitas y
siete y medio cuando mamá no estaba bien, su confianza tímida y clara con
Liliana, el amigo de los amigos que ahora tendrá que pasar esos dos días
tragándose las lágrimas, a lo mejor llevándolo al Pocho a su quinta y volviendo
en seguida para estar con mamá y Liliana hasta lo último. Al fin y al cabo le
va a tocar ser el hombre de la casa y aguantarse todas las complicaciones,
empezando por la funeraria, esto tenía que pasar justo cuando el viejo anda por
México o Panamá, vaya a saber si llega a tiempo para aguantarse el sol de las
once en Chacarita, pobre viejo, de manera que será Alfredo el que lleve a
Liliana porque no creo que la dejen ir a mamá, a Liliana del brazo, sintiéndola
temblar contra su propio temblor, murmurándole todo lo que yo le habré
murmurado a la mujer del gordo Tresa, la inútil necesaria retórica que no es
consuelo ni mentira ni siquiera frases coherentes, un simple estar ahí, que es
tanto.
También para ellos lo peor va a ser
la vuelta, antes hay la ceremonia y las flores, hay todavía contacto con esa
cosa inconcebible llena de manijas y dorados, el alto frente a la bóveda, la
operación limpiamente ejecutada por los del oficio, pero después es el auto de
remise y sobre todo la casa, volver a entrar en casa sabiendo que el día va a
estancarse sin teléfono ni clínica, sin la voz de Ramos alargando la esperanza
para Liliana, Alfredo hará café y le dirá que el Pocho está contento en la
quinta, que le gustan los petisos y juega con los peoncitos, habrá que ocuparse
de mamá y de Liliana pero Alfredo conoce cada rincón de la casa y seguro que se
quedará velando en el sofá de mi escritorio, ahí mismo donde una vez lo
tendimos a Fernandito víctima de un póker en el que no había visto una, sin
hablar de los cinco coñacs compensatorios. Hace tantas semanas que Liliana
duerme sola que tal vez el cansancio pueda más que ella, Alfredo no se olvidará
de darle sedantes a Liliana y a mamá, estará la tía Zulema repartiendo
manzanilla y tilo, Liliana se dejará ir poco a poco al sueño en ese silencio de
la casa que Alfredo habrá cerrado concienzudamente antes de ir a tirarse en el
sofá y prender otro de los cigarros que no se atreve a fumar delante de mamá
por el humo que la hace toser.
En fin, hay eso de bueno, Liliana y
mamá no estarán tan solas o en esa soledad todavía peor que es la parentela
lejana invadiendo la casa del duelo; habrá la tía Zulema que siempre ha vivido
en el piso de arriba, y Alfredo que también ha estado entre nosotros como si no
estuviera, el amigo con llave propia; en las primeras horas tal vez será menos
duro sentir irrevocablemente la ausencia que soportar un tropel de abrazos y de
guirnaldas verbales, Alfredo se ocupará de poner distancias, Ramos vendrá un
rato para ver a mamá y a Liliana, las ayudará a dormir y le dejará pastillas a
la tía Zulema. En algún momento será el silencio de la casa a oscuras, apenas
el reloj de la iglesia, una bocina a lo lejos porque el barrio es tranquilo. Es
bueno pensar que va a ser así, que abandonándose de a poco a un sopor sin imágenes,
Liliana va a estirarse con sus lentos gestos de gata, una mano perdida en la
almohada húmeda de lágri- mas y agua colonia, la otra junto a la boca en una
recurrencia pueril antes del sueño. Imaginarla así hace tanto bien, Liliana
durmiendo, Liliana al término del túnel negro, sintiendo confusamente que el
hoy está cesando para volverse ayer, que esa luz en los visillos no será ya la
misma que golpeaba en pleno pecho mientras la tía Zulema abría las cajas de
donde iba saliendo lo negro en forma de ropa y de velos mezclándose sobre la
cama con un llanto rabioso, una última, inútil protesta contra lo que aún tenía
que venir. Ahora la luz de la ventana llegaría antes que nadie, antes que los
recuerdos disueltos en el sueño y que sólo confusamente se abrirían paso en la
última modorra. A solas, sabiéndose realmente a solas en esa cama y en esa
pieza, en ese día que empezaba en otra dirección, Liliana podría llorar
abrazada a la almohada sin que vinieran a calmarla, dejándola agotar el llanto
hasta el final, y sólo mucho después, con un semisueño de engaño reteniéndola
en el ovillo de las sábanas, el hueco del día empezaría a llenarse de café, de
cortinas corridas, de la tía Zulema, de la voz del Pocho telefoneando desde la
quinta con noticias sobre los girasoles y los caballos, un bagre pescado
después de ruda lucha, una astilla en la mano pero no era grave, le habían
puesto el remedio de don Contreras que era lo mejor para esas cosas. Y Alfredo
esperando en el living con el diario en la mano, diciéndole que mamá había
dormido bien y que Ramos vendría a las doce, proponiéndole ir por la tarde a
verlo al Pocho, con ese sol valía la pena correrse hasta la quinta y en una de
ésas hasta podían llevarla a mamá, le haría bien el aire del campo, a lo mejor
quedarse el fin de semana en la quinta, y por qué no todos, con el Pocho que
estaría tan contento teniéndolos allí. Aceptar o no daba lo mismo, todos lo
sabían y esperaban las respuestas que las cosas y el paso de la mañana iban
dando, entrar pasivamente en el almuerzo o en un comentario sobre las huelgas
de los textiles, pedir más café y contestar el teléfono que en algún momento
habían tenido que conectar, el telegrama del suegro en el extranjero, un choque
estrepitoso en la esquina, gritos y pitadas, la ciudad ahí afuera, las dos y
media, irse con mamá y Alfredo a la quinta porque en una de ésas la astilla en
la mano, nunca se sabe con los chicos, Alfredo tranquilizándolas en el volante,
don Contreras era más seguro que un médico para esas cosas, las calles de Ramos
Mejía y el sol como un jarabe hirviendo hasta el refugio en las grandes piezas
encaladas, el mate de las cinco y el Pocho con su bagre que empezaba a oler
pero tan lindo, tan grande, qué pelea sacarlo del arroyo, mamá, casi me corta
el hilo, te juro, mirá qué dientes. Como estar hojeando un álbum o viendo una
película, las imágenes y las palabras una tras otra rellenando el vacío, ahora
va a ver lo que es el asado de tira de la Carmen, señora, livianito y tan
sabroso, una ensalada de lechuga y ya está, no hace falta más, con este calor
más vale comer poco, traé el insecticida porque a esta hora los mosquitos. Y
Alfredo ahí callado pero el Pocho, su mano palmeándolo al Pocho, vos viejo sos
el campeón de la pesca, mañana vamos juntos tempranito y en una de ésas quién
te dice, me contaron de un paisano que pescó uno de dos kilos. Aquí bajo el
alero se está bien, mamá puede dormir un rato en la mecedora si quiere, don
Contreras tenía razón, ya no tenés nada en la mano, mostrános cómo lo montás al
petiso tobiano, mirá mamá, miráme cuando galopo, por qué no venís con nosotros
a pescar mañana, yo te enseño, vas a ver, el viernes con un sol rojo y los
bagrecitos, la carrera entre el Pocho y el chico de don Contreras, el puchero a
mediodía y mamá ayudando despacito a pelar los choclos, aconsejando sobre la
hija de la Carmen que estaba con esa tos rebelde, la siesta en las piezas
desnudas que olían a verano, la oscuridad contra las sábanas un poco ásperas,
el atardecer bajo el alero y la fogata contra los mosquitos, la cercanía nunca
manifiesta de Alfredo, esa manera de estar ahí y ocuparse del Pocho, de que
todo fuera cómodo, hasta el silencio que su voz rompía siempre a tiempo, su
mano ofreciendo un vaso de refresco, un pañuelo, encendiendo la radio para
escuchar el noticioso, las huelgas y Nixon, era previsible, qué país.
El fin de semana y en la mano del
Pocho apenas una marca de la astilla, volvieron a Buenos Aires el lunes muy
temprano para evitar el calor, Alfredo los dejó en la casa para irse a recibir
al suegro, Ramos también estaba en Ezeiza y Fernandito, que ayudó en esas horas
del encuentro porque era bueno que hubiera otros amigos en la casa, Acosta a
las nueve con su hija que podía jugar con el Pocho en el piso de la tía Zulema,
todo se iba dando más amortiguado, volver atrás pero de otra manera, con
Liliana obligándose a pensar en los viejos más que en ella, controlándose, y
Alfredo entre ellos con Acosta y Fernandito desviando los tiros directos,
cruzándose para ayudar a Liliana, para convencerlo al viejo de que descansara
después de tamaño viaje, yéndose de a uno hasta que solamente Alfredo y la tía
Zulema, la casa callada, Liliana aceptando una pastilla, dejándose llevar a la
cama sin haber aflojado una sola vez, durmiéndose casi de golpe como después de
algo cumplido hasta lo último. Por la mañana eran las carreras del Pocho en el
living, arrastrar de las zapatillas del viejo, la primera llamada telefónica,
casi siempre Clotilde o Ramos, mamá quejándose del calor o la humedad, hablando
del almuerzo con la tía Zulema, a las seis Alfredo, a veces el Pincho con su
hermana o Acosta para que el Pocho jugara con su hija, los colegas del
laboratorio que reclamaban a Liliana, había que volver a trabajar y no seguir
encerrada en la casa, que lo hiciera por ellos, estaban faltos de químicos y
Liliana era necesaria, que viniera medio día en todo caso hasta que se sintiera
con más ánimo; Alfredo la llevó la primera vez, Liliana no tenía ganas de
manejar, después no quiso ser molesta y sacó el auto, a veces salía con el Pocho
por la tarde, lo llevaba al zoológico o al cine, en el laboratorio le
agradecían que les diera una mano con las nuevas vacunas, un brote epidémico en
el litoral, quedarse hasta tarde trabajando, tomándole gusto, una carrera en
equipo contra el reloj, veinte cajones de ampollas a Rosario, lo hicimos,
Liliana, te portaste, vieja. Ver irse el verano en plena tarea, el Pocho en el
colegio y Alfredo protestando, a estos chicos les enseñan de otra manera la
aritmética, me hace cada pregunta que me deja tieso, y los viejos con el
dominó, en nuestros tiempos todo era diferente, Alfredo, nos enseñaban
caligrafía y mime la letra que tiene este chico, adónde vamos a parar. La
recompensa silenciosa de mirarla a Liliana perdida en un sofá, una simple
ojeada por encima del diario y verla sonreír, cómplice sin palabras, dándole la
razón a los viejos, sonriéndole desde lejos casi como una chiquilina. Pero por
primera vez una sonrisa de verdad, desde adentro como cuando fueron al circo
con el Pocho que había mejorado en el colegio y lo llevaron a tomar helados, a
pasear por el puerto. Empezaban los grandes fríos, Alfredo iba menos seguido a
la casa porque había problemas sindicales y tenía que viajar a las provincias,
a veces venía Acosta con su hija y los domingos el Pincho o Fernandito, ya no
importaba, todo el mundo tenía tanto que hacer y los días eran cortos, Liliana
volvía tarde del laboratorio y le daba una mano al Pocho perdido en los
decimales y la cuenca del Amazonas, al final y siempre Al- fredo, los megalitos
para los viejos, esa tranquilidad nunca dicha de sentarse con él cerca del
fuego ya tarde y hablar en voz baja de los problemas del país, de la salud de
mamá, la mano de Alfredo apoyándose en el brazo de Liliana, te cansás
demasiado, no tenés buena cara, la sonrisa agradecida negando, un día iremos a
la quinta, este frío no puede durar toda la vida, nada podía durar toda la vida
aunque Liliana lentamente retirara el brazo y buscara los cigarrillos en la
mesita, las palabras casi sin sentido, los ojos encontrándose de otra manera
hasta que de nuevo la mano resbalando por el brazo, las cabezas juntándose y el
largo silencio, el beso en la mejilla.
No había nada que decir, había
ocurrido así y no había nada que decir. Inclinándose para encenderle el
cigarrillo que le temblaba entre los dedos, simplemente esperando sin hablar,
acaso sabiendo que no habría palabras, que Liliana haría un esfuerzo para
tragar el humo y lo dejaría salir con un quejido, que empezaría a llorar
ahogadamente, desde otro tiempo, sin separar la cara de la cara de Alfredo, sin
negarse y llorando callada, ahora solamente para él, desde todo lo otro que él
comprendería. Inútil murmurar cosas tan sabidas, Liliana llorando era el
término, el borde desde donde iba a empezar otra manera de vivir. Si calmarla,
si devolverla a la tranquilidad hubiera sido tan simple como escribirlo con las
palabras alineándose en un cuaderno como segundos congelados, pequeños dibujos
del tiempo para ayudar el paso interminable de la tarde, sí solamente fuera eso
pero la noche llega y también Ramos, increíblemente la cara de Ramos mirando
los análisis apenas terminados, buscándome el pulso, de golpe otro, incapaz de
disimular, arrancándome las sábanas para mirarme desnudo, palpándome el
costado, con una orden incomprensible a la enfermera, un lento, incrédulo
reconocimiento al que asisto como desde lejos, casi divertido, sabiendo que no
puede ser, que Ramos se equivoca y que no es verdad, que sólo era verdad lo
otro, el plazo que no me había ocultado, y la risa de Ramos, su manera de
palparme como si no pudiera admitirlo, su absurda esperanza, esto no me lo va a
creer nadie, viejo, y yo forzándome a reconocer que a lo mejor es así, que en
una de ésas vaya a saber, mirándolo a Ramos que se endereza y se vuelve a reír
y suelta órdenes con una voz que nunca le había oído en esa penumbra y esa
modorra, teniendo que convencerme poco a poco de que sí, de que entonces voy a
tener que pedírselo, apenas se vaya la enfermera voy a tener que pedirle que
espere un poco, que espere por lo menos a que sea de día antes de decírselo a
Liliana, antes de arrancarla a ese sueño en el que por primera vez no está más
sola, a esos brazos que la aprietan mientras duerme.
JULIO CORTÁZAR. OCTAEDRO