Arlés café era o mejor dicho
sigue siendo un pequeño local al centro de la ciudad que como su nombre lo dice
el giro principal es ser cede de personas aficionadas al café; de ancianos
adictos al café que acuden con el pretexto de socializar, o algunos otros que
acuden a socializar con el pretexto de beber café y quizás ni les gusta, en fin,
viejos de mierda…
Aquél tétrico día, aquél lugar,
albergue de ancianos dejó de ser tomado en cuenta por mí, aunque a pesar de las
pocas veces que fui me sentía verdaderamente cómodo, el servicio siempre había
sido bueno, si bien las meseras no eran atractivas, pero sí amables y con
vocación, cosa que es difícil encontrar hoy en día en los restaurantes de la
ciudad en general.
Fue una tarde lluviosa en el mes
de agosto cuando llegó a la galería de aquél lugar una nueva pintura, y fue
puesta justo enfrente del lugar en el que yo me sentaba.
De alguna manera yo sabía que
quizás no les caía bien a los ancianos porque después de todo imaginaba que
envidiaban mi vida cuando a la par pensaba que muchos de ellos estarían a punto
de ser frecuentados por la muerte, si no es que ya tuviesen algunas
experiencias en el tema.
Pero lo que no sabían ésos cabrones
es que mi vida era solo un bife en un asadero, al igual que la de ellos, es
decir, una mierda…
Me daba gusto imaginar a algunos de ellos diabéticos,
otros con sus tanques de oxígeno, ahí los veía, mirándome a lo lejos con odio
al ritmo de su lento respirar. En fin yo trataba de ignorar y sumergirme en el
libro que llevaba y en la taza de café que bebía mientras reproducía las
palabras del proceso. Pero esa imagen no dejaba de verme, no dejaba
concentrarme ese retrato cuyo nombre supe días después: “Las meninas”.
Dicho retrato consistía
básicamente en una familia victoriana que mira a uno con profundidad y burla,
al igual como me miraban aquellos odiosos ancianos, al punto de ya no saber si
uno está fuera o dentro del retrato, si uno no está más que en un marco colgado
en alguna pared que encierra la realidad, la realidad que yo habito y que me
lleva a odiar a los ancianos al igual que sus estúpidas miradas indagadoras.
Creí que sería pertinente no
dejarme abatir por aquellos viejos, que yo ganaría esa guerra sucia inexistente,
que no dejaría de frecuentar Arlés y su exquisito café turco, que las miradas y
risillas de los viejos no me importarían, al igual que las miradas en aquél
cuadro que me llevaban a cuestionarme mi propia realidad. Pero aún contra mi voluntad
y mi determinación no fue así, mis estancias en aquél café se fueron haciendo
cada vez más efímeras, ya no podía concentrarme en la lectura y el café que
tanto me gustaba comenzaba a saberme a todo, menos a café, cosa increíble para
mí. Cuando abandonaba aquél lugar los viejos soltaban una risilla general
mofándose tal vez de mí, que comenzaba por fin a ceder ante su deseo de no
verme más por allí.
Aunque dejaba buenas propinas de
más del 20% el servicio se empezó a tornar malo para mí, las camareras que
atendían aquél lugar se veían cada vez más cansadas y si me saludaban, lo
hacían con desgano.
El último día que acudí al Arlés
decidí hacerlo acompañado por una compañera de la especialidad en
psicoanálisis, yo no tenía interés alguno en ella más que en el de su compañía,
ante la adversidad que vivía cada vez que frecuentaba aquél sitio.
Aquél día me pareció raro, el
cuadro de las meninas había desaparecido, sentí una gran curiosidad por su
ausencia que no quise alentar más, quizás simplemente dicho cuadro había sido
vendido. En esa ocasión al entrar acompañado por Esperanza mi compañera, todo
fue diferente, era como si yo le hubiese ganado la guerra a los viejos, o ellos
me hubiesen ganado a mí pues ya no era yo más motivo de su apreciación.
Recapitulé, al entrar me sentí por competo un fantasma comparado con otros días,
simplemente echaron una mirada y siguieron en sus asuntos bebiendo café y
jugando al dominó.
Ese día duramos en aquél antro
más de dos horas aproximadamente charlando asuntos de la vida, y otros tópicos
relacionados con la especialidad que cursábamos, sorprendentemente el servicio
fue excelente, al terminar nuestras bebidas esperanza me dijo que debía ir al
baño. Entró y yo la esperé mientras pedía la cuenta. Me sorprendió cuando la
mesera regresó con la nota, en ella estaba grabada la pintura las meninas, eché
un vistazo a los viejos, y ellos estaban mirándome, exactamente como antes, de
una manera odiosa y despectiva me arrojaban la mirada del hombre victorioso que
ha vencido a su contrincante, esa mirada que debió arrojarle Marco Bruto a Julio
César antes de traicionarlo.
Dejé el dinero de la cuenta en la
mesa, aunque en la nota no nos cobraban, y salí de aquél lugar sin Esperanza,
no la vi otro día de nuevo, no la volví a ver…