Soy
Manuel, tengo veintiún años. En unos meses cumpliré veintidós, pero aún no, aún
tengo veintiuno. Estudio octavo de enfermería y hago el servicio en el “Santa
Martha”, un hospital privado que está por el centro de la ciudad, pero en una
colonia de dinero, de esas en las que la gente en sus casas no hace ruido.
Entro a la una y ya voy retrasado.
Voy
en el autobús, estoy sentado del lado de la ventanilla porque me gusta sentarme
del lado de la ventanilla, de esa manera puedo mirar hacia afuera sin que
parezca que estoy viendo a quien esté a mi lado y resulte incómodo. Aunque
normalmente nunca miro nada que me llame la atención… hoy parece ser la
excepción: una niña muy bonita está en la parada y se prepara para abordar; el
autobús se detiene y ella sube; el tiempo también se detendría si esto fuera
una película de pubers de las que pasan los sábados por la tarde en las que las
mujeres entran y agitan su larga cabellera en slow. El tiempo sigue su curso
normal, pero en mi cabeza hago como que se detiene y miro su cabello, que es
negro y sí es algo largo pero está aprisionado por una coleta; su piel es
blanca, a mí me gustan las pieles blancas, siempre me imagino que tienen que
saber a leche y a mí me gusta la leche, pero sólo la que viene en envase de
cartón, porque siento que tiene más estilo, no como esos insípidos recipientes
de plástico; creo que el recipiente de cartón le da un sabor peculiar a la
leche y por eso me gusta más; eso sin contar, que uno puede ponerse a leer el
cartón de leche y sus promociones o avisos durante un desayuno a solas y sin
periódico, pero cuándo se ha visto que alguien se ponga a leer un envase de plástico,
eso debe ser para perdedores.
Precisamente
hoy el día había comenzado mal, pues al parecer Joaquín se había terminado el
último litro de leche que quedaba, y seguro lo hizo sólo por molestar, porque a
él ni le gusta la leche como me gusta a mí, pero así es Joaquín, nada más le
interesa estar chingando. Tuve que ir a la tienda para comprar otro cartón de
leche, para poder prepararme mi tazón diario de cereal y empezar el día como se
debe: por eso se me hizo tarde, todo por culpa de mi hermano… bueno, ya se
largará algún día… me pregunto si a la niña bonita también le gustará la leche.
La
observo pagar el pasaje y veo el color lila de su liga de cabello que combina
con su pequeña blusa de tirantes. Sus pechos son pequeños pero están bien
proporcionados de acuerdo a su cuerpo, debe andar rondando los quince o los
dieciséis, lleva un pequeño y ajustado short de mezclilla color azul que deja
ver la silueta de sus glúteos que, debo decir, me resultan muy apetecibles: son
una perfecta culminación para ese par de piernas.
No
podría verse mejor, y vaya que yo sé de piernas, pues mi madre, que es
masajista, en ocasiones me dejaba ver cómo le daba masajes a sus amigas cuando
yo era pequeño. Les cobraba veinte pesos por un masaje de una hora; ella, mi
madre, se dedicó profesionalmente a eso de los masajes, y ahora de vez en
cuando sale en televisión pues la invitan a mostrar cómo trabaja, a explicar
los beneficios que los masajes les pueden dejar a las televidentes; ella está
feliz, pues sus apariciones generalmente son en esos programas de mediodía que
a ella tanto le gustaba ver mientras hacía la comida. Hoy iba salir mi madre en
televisión. Me hubiera gustado verla… seguramente ella estaría de acuerdo en
que la niña bonita tiene unas piernas perfectas.
Ella
se acerca y se sienta junto a mí. Sé que debería hablar con ella, pero nunca he
sido bueno para manejar estas situaciones… bueno, entiendo básicamente lo que
tengo que hacer: hablarle. Pero eso no quiere decir que sea algo fácil, siempre
me pongo demasiado nervioso y la oportunidad se me va… la veo, y más titubeante
que decidido…
-
¡Hola! – dejo salir en un acto involuntario.
...creo
que la he saludado, pero como no estoy seguro de haberlo hecho en voz alta
decido voltear a verla y cerciorarme: aún me queda la esperanza de haberlo
dicho sólo para mí, que haya sido algo inaudible para cualquier otra persona.
-
¡Hola!- dice ella con voz dulce y sonríe.
Ella
es gentil y su voz es tal como me había imaginado cuando vi su rostro, yo estoy
muy tenso, estoy sudando y ella sigue sonriendo; trato de verla directamente y
articular una frase, la que sea, pero no lo logro; no existe forma de que ella
pudiera gustarme más. Sus ojos son negros y enormes. Yo intento corresponder la
sonrisa, pero mis músculos están tan tensos que no logro sonreír, en el intento
sólo consigo dibujar una mueca extraña sobre mi rostro que parece cualquier
cosa menos una sonrisa: eso me hace sentir tan incómodo que decido volver a la
seguridad que me da la vista de la ventanilla.
Después
de algunas miradas curiosas que me brindan algunos transeúntes me doy cuenta de
que esa mueca todavía está en mi cara.
Pasados
algunos minutos mis músculos faciales van volviendo a la normalidad, y yo
pienso que debería voltear y decirle algo más, al fin y al cabo ya di el primer
paso que es el de mayor dificultad, sólo que no sé qué decir pues ya han pasado
más de cinco minutos desde el saludo sin que nadie haya dicho nada. De todas
formas yo estoy decidido: le voy a preguntar su nombre, ella me lo dirá y me preguntará
el mío, yo se lo diré y luego la plática fluirá.
Espero
que a la niña bonita le guste la leche, yo nunca podría estar con una mujer a
la que no le gustara la leche: “Nunca te cases con una mujer a la que no le
guste la leche, no sirven para tener hijos” solía decir mi madre; nunca entendí
muy bien lo que quería decir con eso, pero no importa, debe tener la razón,
después de todo, mi madre nunca me mentiría…
Volteo
hacia ella, ella está viendo al frente. Estoy decidido a preguntarle su nombre,
pero justo cuando estoy por hablarle, el bolsillo de su short empieza a
timbrar.
-
¿Bueno?... ¡hey, hola!… sí, ya voy en camino… llego como en diez o quince
minutos… bye, besos.
La
veo hablar por el móvil y después colgar. Me desanimo. Eso de “besos” casi
aniquila toda esperanza de éxito en este intento de conquista casa-trabajo. Sin
duda tiene novio, aunque podría tratarse solamente de un amigo, o alguna
amiga... ¿una tía?, su mamá; las mujeres son muy cariñosas entre ellas, podría
incluso tratarse de su abuela, las personas le mandan besos a las abuelas todo
el tiempo. No las culpo, es más fácil que visitarlas.
Estoy
viendo por la ventanilla y reconsiderando el plan, pues no estoy seguro de que
mi anterior, y muy repentina, seguridad siga en pie... creo que lo mejor sería
hablarle porque es muy probable que no tenga otra oportunidad, además si sale
mal lo más seguro es que no la vuelva a ver. Debería aprovechar el momento,
porque situaciones como éstas no se viven todos los días, una vez cuando…
El
camión hace una parada y veo a la niña bonita caminar por la banqueta. Ella se
aleja y se pierde en una calle. Qué importa, seguro que no le gustaba la leche.
Es
la una con veinte y estoy en el “Santa Martha”: llegué tarde. Saludo a Carlos.
Carlos es mi amigo. Está algo loco pero me cae bien. Mi compañero de trabajo es
un tipo bastante peculiar, probablemente su descripción pudiera sonarles algo
dura, pero no encuentro otra manera de definirlo, y es que él es necrófilo y
homosexual: esa combinación irremediablemente me hace desear que él muera
primero que yo. Sé que tal vez no se oye como una buena persona, pero cuando
expone sus razones, y explica por qué no afecta a nadie con su pasatiempo, las
cosas no sólo no suenan tan mal, sino que termina uno por comprenderlo y hasta
poniéndose un poco de su lado. Nunca he entendido cómo se las arregla para
satisfacer sus necesidades, porque hasta donde yo sé él siempre ha sido pasivo,
pero tampoco estoy preparado para pedirle detalles: la curiosidad resulta aún
reprimible. Tal vez un día no muy lejano las cosas cambien y entonces las dudas
se disipen.
Carlos
y yo hemos entrado a la morgue en repetidas ocasiones y me ha invitado a ser partícipe
de sus aficiones, respetando mis preferencias claro está, pero siempre he
tenido que rechazar sus atenciones.
Carlos
es un buen amigo, él siempre me ha procurado mucho: una vez llegó una mujer
rubia que estaba bastante bien: era bailarina desnudista, la había matado su
esposo en un ataque de celos; tenía tres puñaladas en el vientre; Carlos la
limpió y quedó perfecta, como si nada hubiera pasado: la había arreglado sólo
para mí; la palidez de su piel me resultaba excitante. Es la vez que más tentado
me he sentido, pero tuve que negarme: nunca me han gustado las mujeres rubias.
Mi
peculiar compañero se sirve de dos o tres ejemplares por mes, yo soy algo
distinto, yo sólo me conformo con besar y acariciar los cuerpos de las mujeres
inconscientes cuando los familiares están fuera o están dormidos. Carlos me
dice que eso es más peligroso y que debería ser como él y jugar a lo seguro,
pero no me importa porque yo soy muy cuidadoso y los familiares nunca se dan
cuenta; lo hago mientras cambio las sábanas de las pacientes que me resultan
particularmente jóvenes y atractivas, siempre me aseguro de que nadie me esté
viendo antes de hacerlo. Me encanta cambiar las sábanas.
El
día está lento. No hay mucha actividad en el hospital, así que nos ponemos a
platicar con Sonia, la recepcionista:
-
¿No vieron a la que llegó hace rato?- nos pregunta
-
No- contestamos Carlos y yo
-
Tiene un hoyo en la cabeza, es como del tamaño de una pelota de beisbol- nos
asegura la mujer emocionada y haciendo la mímica de sus palabras.
Como
Carlos es algo morboso, y no creo estar sorprendiendo a nadie al mencionarlo,
nos dirigimos a la morgue. Y la veo, ahí está ella.
- Es
“la niña bonita”- digo yo.
-
¿Quién?- pregunta Carlos.
-
“La niña bonita”- digo, y luego miento- no recuerdo cómo se llama, pero
veníamos platicando en el autobús de camino acá.
-
¿Te gusta?
- Me
gustaba más sin ese boquete en la cabeza.
-
Eso lo arreglo en cinco minutos- dice él y se dispone a cumplirlo.
Yo
la veo a ella mientras Carlos saca de su bata, con gran agilidad, bolsas con
algodón, agua oxigenada, hilo, aguja, maquillaje y más objetos de los que no
puedo percatarme. En menos de los cinco minutos que había presumido la niña
bonita está lista y luciendo justo como la había visto algunas horas atrás.
-
Uno siempre debe estar preparado, no hay nada como un cuerpo fresco- dice mi
amigo mientras limpia y guarda los residuos de su trabajo.
Carlos
pone un condón en mi mano y sale del lugar, diciendo:
-
Hay que tener cuidado, nunca se sabe cuándo te vas a topar con un enfermo.
Él
siempre cita esa frase con un tono de ironía, y nunca ha dejado de parecernos
divertida.
Ahora
me encuentro solo frente a ella. Sí, Carlos siempre ha sido un muy buen amigo. Veo
a la niña bonita, allí, acostada sobre la plancha de metal. Está tapada hasta
el cuello con una sábana azul, tomo la sábana y la empiezo a bajar, sus pechos
quedan al descubierto. El tono de su piel ahora asume un ligero toque azulado,
sus pezones tienen un tono rosa claro: están algo resecos, como todo su cuerpo.
Decido humedecerlos con mi boca, sigo con el resto de su seno que cabe en mi
mano con facilidad. Tenía razón: su piel posee ese sabor a leche. La despojo de
la sábana por completo y puedo ver su sexo que está oculto tras una tenue capa
de delgados bellos café, y me quedo inmóvil, contemplándola. Estoy aquí, solo,
frente a ella: “la niña bonita”, “mi” niña bonita.
Y en
este momento, al verla acostada, desnuda, hermosa, perfecta, y yo con su sabor
a leche aún en mis labios y deseando bebérmela por completo, no puedo otra cosa
que pensar: “¿Por qué no?”.
Israel
Landeros